En el amor, como en el tango, es necesario que los participantes corroboren que ambos estén apoyados sobre el mismo lado antes de empezar a moverse. Si el peso no está equilibrado, se moverán en direcciones distintas y no funcionará.
En el amor, como en el tango, los roles deben establecerse desde el comienzo, consensuarse y respetarse durante toda la pieza musical. Tiene que quedar claro quién lleva y quién es llevado.
Quien dirige debe hacerlo con convicción y firmeza, ofreciendo indicaciones claras y seguridad. Quien es dirigido debe confiar en las decisiones de su compañero y seguirlas con apertura, sin interponerse. Si el primero titubea, trastabillarán. Si el segundo intenta tomar las riendas, chocarán.
Esos papeles pueden cambiar. Solo hace falta hacer una pausa, comunicarse, preguntar y decidir en conjunto: "Si estás cansado de marcar los pasos o te haría bien soltar el mando por un momento, puedo hacerme cargo yo". "Si surgió en vos una iniciativa y querés proponer un nuevo rumbo, te cedo mi posición".
En el amor, como en el tango, el próximo movimiento no lo dictan los pies, lo dicta el corazón. La música vibra en el pecho, y la intuición de cada uno despierta para fundirse con la del otro.
Es una danza entre dos cuerpos que se complementan, se rozan, se separan, se toman, se sueltan. A veces van vertiginosamente rápido y, en ocasiones, ardorosamente lento. Donde las miradas unen, las sonrisas confirman y los abrazos sostienen un espacio compartido con la fuerza de dos imanes que no se tocan, mientras alimentan un mundo de energía íntima y pulsante.
Es un baile en niveles, donde confluye el goce propio con el compartido, el compás de la música que invita con los límites del entorno que desafían.
Es respeto y conexión, por sobre todas las cosas. Comunicación y complicidad, también técnica. Placer y, a veces, un poco de dolor. Entrega, seducción.
El amor, como el tango, es eso y mucho más.
O solo eso... todo eso.
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